La Vanguardia nos informaba ayer de que los rectores de las universidades públicas catalanas están redactando un manifiesto en el que reclaman una mejor financiación, mayor capacidad de autogestión y una reducción de las tasas universitarias, entre otros puntos que llaman la atención sobre la situación comprometida de los recursos de los campus. El pasado miércoles se reunieron los rectores junto a los presidentes de consejos sociales (ojo, esto es significativo) para cerrar el borrador en defensa de un modelo público y gratuito que garantice el acceso a la formación a todos los estudiantes, independientemente de sus recursos, reclamando la recuperación de la pérdida de inversiones públicas en las universidades debido a los recortes de la Generalitat desde el 2010. También se pronuncia sobre el principio de autonomía y gobernanza de las universidades, en la línea de poder reformar los estatutos para mejorar los recursos.
Es bien conocido que la crisis financiera trajo gran cantidad de recortes presupuestarios en los servicios básicos, que son competencia de las Comunidades Autónomas. Por ejemplo, desde el 2012, la aportación de la Generalitat catalana al sistema universitario ha disminuido un 45% y, para paliarlo, se han subido las tasas académicas. A diferencia de lo ocurrido en otros países, toda la Universidad española, por más que es constitucionalmente autónoma, fue tratada como un servicio más, tanto por el Estado como por su Comunidad Autónoma y por ello vio como se congelaban sus plantillas, como era ampliada su dedicación docente, reducida la investigadora, expulsados sus jóvenes promesas y (salvo Galicia y Asturias) aumentados los precios públicos académicos. De esto último hablaremos hoy.
La declaración de los rectores me ha hecho recordar que el artículo 81.3.b) de la Ley Orgánica de Universidades (LOU) señala que para los estudios conducentes a la obtención de títulos de carácter oficial y validez en todo el territorio nacional, “los precios públicos y demás derechos los fijará la Comunidad Autónoma, dentro de los límites que establezca la Conferencia General de Política Universitaria, que estarán relacionados con los costes de prestación del servicio…”
En la Comunidad de Madrid, quizás hartos de ser los malos de la película, algún fenómeno sintió la tentación de pasar la patata caliente (¡que luego arderá en múltiples pleitos!) de los precios académicos a los rectores, tan remisos, en principio, como, tras empezar la Universidad Complutense, reivindicativos a la fuerza y siempre insistiendo en la autonomía universitaria y su vertiente financiera. ¡Ah! Y sin ápice de competencia entre ellas.
En consecuencia, el Gobierno madrileño, creyendo usar la potestad que le confiería aquel articulo, aprobó entre otros, el Decreto 60/2013 que entendía que esos precios tenían la consideración de máximos: “será la cuantía máxima a cobrar por las universidades públicas, que podrán fijar precios inferiores, siempre que dichos precios se encuentren dentro de los límites mínimos establecidos en el artículo 81.3.b) de la LOU, en su redacción dada por el Real Decreto-Ley 14/2012. ¡Ahí es nada! «Cuando a mí me viene el fuego, yo te lo paso y te quemas luego», puede ser que pensara. Le pasó su competencia sin indulgencia, y así pensó que se quitaba el coste político y lo trasladaba a las universidades.
El varapalo es de los que hacen época. Las Universidades están en proceso de implantar su contabilidad de costes y no pueden calcularlos con exactitud porque sólo son una aproximación. El FJ séptimo de la reciente STS de 26-9-2016 (UC3M vs. Comunidad de Madrid) establece que la falta de datos relevantes suministrados por la propia Universidad, “no es razón bastante para trasladar a la Universidad el ejercicio de dicha potestad. Así, los datos económicos necesarios para establecer el coste de la prestación del servicio, que es el criterio legal que ha de seguirse para fijar la cuantía del precio público, han de ser entregados, en todo caso, por la Universidad a la Administración de la Comunidad Autónoma, y ésta dispone al efecto de todos los mecanismos que establece el ordenamiento jurídico para alcanzar dicho objetivo. Pero lo que no puede es trasladar a la Universidad ese cometido, compartiendo esa potestad para la fijación del precio público, alterando el orden legal que establece el expresado artículo 81 LOU”.
Así lo dice la sentencia:
“Ese evidenciado desconocimiento sobre el valor de lo que cuesta prestar ese servicio educativo, hace quebrar la propia naturaleza del precio público como contraprestación pecuniaria que se satisface por la prestación de servicios o la realización de actividades efectuadas en régimen de Derecho Público cuando, prestándose también los servicios o actividades por el sector privado, sean de solicitud voluntaria por parte de los administrados, ex artículo 24 de la Ley de Tasas y Precios Públicos”.
Aprovecha nuestro Tribunal Supremo para hacer un excursus sobre la categoría tributaria (o no) de los precios públicos y del principio de legalidad, sin desconocer su alcance respecto de las prestaciones patrimoniales de carácter público en general, y algunas tributarias en particular. Constituye doctrina consolidada del Tribunal Constitucional que, si bien el principio de legalidad alcanza a todas las prestaciones personales o patrimoniales de carácter público, no se predica con la misma intensidad respecto de todas ellas. Concretamente, el principio de reserva de ley tiene un diferente alcance según se esté ante la creación y ordenación de impuestos o de otras figuras tributarias y es especialmente flexible cuando se trata de las tasas -y, en general, respecto de todas las categorías a que se refiere el art. 31.3 CE -, donde la colaboración del reglamento «puede ser especialmente intensa en la fijación y modificación de las cuantías -estrechamente relacionadas con los costes concretos de los diversos servicios y actividades- y de otros elementos de la prestación dependientes de las específicas circunstancias de los distintos tipos de servicios y actividades (por todas, STC 73/2011, de 19 de mayo , FJ 3)”. De manera que «ningún obstáculo constitucional existe» para que los preceptos legales «se remitan a normas dictadas por el Gobierno, o incluso a Órdenes Ministeriales, para la fijación de la cuantía de las tarifas por servicios generales y específicos, siempre y cuando, claro está, las citadas disposiciones legales establezcan los criterios idóneos para circunscribir la decisión de los órganos que han de fijar el quantum de dichas tarifas, desterrándose así una actuación libre de éstos, no sometida a límites» ( STC 101/2009, de 27 de abril , FJ 4) «.
Anteriormente, la la UCM y la UPM había ganado sendas STS de misma fecha 27-6-2016 (respectivamente ésta y ésta) que entendían que la fijación de los precios públicos, legalmente atribuida a la Comunidad Autónoma, equivale, si nos atenemos a su sentido literal, a «determinar, limitar, precisar y designar de modo cierto», según la RAE. Pues bien, cuando la Administración de la Comunidad Autónoma señala únicamente una cifra máxima o una mínima significa que no está determinando y designando, de modo cierto, el precio público, se está haciendo una aproximación, desvinculada del coste de la prestación del servicio (al reconocerse que no se tienen datos sobre dichos costes), mediante el establecimiento de una cantidad superior, o inferior, que limita, pero no fija, la posterior fijación de la cuantía del precio público por la Universidad.
Entiende nuestro TS que lo indicado en el citado artículo 81.3.b) “no es que la Comunidad Autónoma establezca un límite y los precios públicos, luego, los fije la universidad correspondiente. No. El sentido de la mentada norma es justamente el inverso. Es decir, que dentro de los límites que establezca la Conferencia General de Política Universitaria , será, luego, la Comunidad Autónoma quién fije, determine de modo cierto y no por cercanía, la cuantía del precio público. Teniendo en cuenta, claro está, los costes de la prestación del servicio” .
Por todo ello, anula en parte el decreto impugnado.


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