Hay dos modelos extremos de policía. Está el eficaz Robocob repartiendo estopa sin sentimiento como robot que era y el teniente Colombo –los jóvenes que no vivieron los 70 no sabrán de quien hablo- con una gabardina vieja y fumando sus malolientes puros, desenmascara al autor del crimen perfecto, gracias a un detalle menor, siempre aparentando ser un despistado. He recordado a ambos, repasando el último número de la revista de la Asociación Española de Contabilidad y Administración de Empresas (AECA) que incluye los artículos seleccionados para su prestigioso premio anual. Entre ellos, leo algunas reflexiones de la sevillana Cristina Abad sobre la detección del fraude, que nos traslada la preocupación de las autoridades norteamericanas por encontrar herramientas automáticas para rastrear la información financiera en búsqueda de indicios de fraudes contables. Así, avergonzados por el burdo chanchullo de Madoff decidieron implantar mecanismos de alerta y crearon la aplicación “Robocop”, cuyos entresijos mantienen en un halo de discreción. Desde mucho antes que el programa DeepBlue ganase al campeón mundial de ajedrez – menudo cabreo se pilló Kasparov, que sólo pensaba en seguir haciendo caja con IBM- sabíamos que no había límites para el uso de las tecnologías de la información en estas áreas de análisis y evaluación de riesgos.
Pues bien, en USA, a las pocas horas de presentar las cuentas anuales de las compañías en la base de datos mercantil, Robocop emite una puntuación de riesgo para los auditores de la SEC –la Comisión de supervisión de los mercados- indicando la probabilidad de una presentación fraudulenta, que se usará para priorizar las investigaciones y concentrar los esfuerzos de los auditores. Utilizando los millones de datos en poder de la Administración, cruzan y señalan el riesgo de manipulación. En España, la potente herramienta informática de la Agencia Tributaria –con un millar de empleados sólo en esta tarea- se supone que cuenta con algoritmos de este tipo para rastrear patrones de fraude fiscal.
La preocupación por la detección del fraude es una constante del mundo de la auditoría, a pesar de reiterar que no corresponde a estos profesionales esa misión, sino opinar con objetividad sobre la imagen fiel de la situación financiera y los resultados de las empresas. Una información financiera confiable es un bien público que debe ser salvaguardado dando lugar a una función de interés público que integra 1.404 firmas y 20.654 auditores que facturan anualmente unos 650 millones de euros.
Alterar las cuentas mercantiles se ha vuelto una tentación cada vez más habitual en el mundo corporativo privado. Hace unos meses, la encuesta mundial sobre fraude y corrupción elaborada por Ernst & Young recogía la opinión de 3.800 empleados y directivos de empresas procedentes de 38 Estados, incluido España, donde el 56% de los participantes españoles reconocía que sus compañías a menudo “maquillan” la información financiera. Las tentaciones de creatividad están relacionadas con el reconocimiento de ingresos más o menos ficticios, la capitalización de gastos, la sobrevaloración de activos o el ocultamiento de deudas.
Es cierto que los grandes escándalos contables han contado siempre con una opinión limpia por parte de los auditores -y en una cuarta parte de los casos fueron imputados también- y en España, sociedades como Pescanova enmascararon sus resultados, en plena crisis mundial, con un crecimiento sostenido de las ventas a empresas del grupo del 10% mientras las deudas de sus clientes lo hacían al 40%, todo sin que los auditores fueran más allá de las verificaciones documentales formales.
En el ámbito público, las cuentas anuales de las CCAA son verificadas por las Instituciones de Control Externo, donde destaca la Sindicatura de Cuentas Valenciana que debió enfrentarse y denunciar durante toda una larga década millonarias partidas de gastos sin soporte presupuestario que, acaban de terminar con una sanción de 19 millones de euros del Consejo de la Unión Europea por alterar el déficit real de España, mediante “la manipulación del déficit de la Comunidad Valenciana”.
Mucho nos tememos que, durante los próximos años, continuarán y crecerán las tentaciones en las Administraciones -con nuevos gobiernos y nuevas sensibilidades- para evitar el incumplimiento de los dificilísimos objetivos de estabilidad presupuestaria fijados hasta 2018. Recordemos que, para las CCAA, serán del 0,3% del PIB en 2016, del 0,1% en 2017 y en el equilibrio presupuestario, en 2018. En algunas comunidades, son sencillamente imposibles de alcanzar.
La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), como institución que opina y vela por la sostenibilidad de las finanzas públicas españolas, estará atenta y suponemos que leerá los informes de las Instituciones de Control Externo que cada año, seis meses después de rendidas las cuentas autonómicas, informan con celeridad de su cumplimiento, entre otras muchas tareas, merced a técnicas bastante automatizadas. Una labor donde queda poco margen para la intuición o la imaginación de los auditores, como para nuestro querido Colombo. Diríase que comenzó a morir el mismo día que el Ministro decidió sustituir por un lápiz de memoria aquel antiguo carrito cargado de tomos donde llevaba el proyecto de presupuestos a presentar al Congreso. Una evolución que continúa imparable. Desde enero, la factura electrónica es obligatoria para cuantías superiores a los 5.000 euros y, en cualquier caso, para las personas jurídicas. Durante el otoño, nuestra vieja ley de procedimiento administrativo de 1992 se derogará a favor de otra que impondrá los trámites en formato íntegramente electrónico como actuación habitual de las Administraciones.
En fin, que se abre todo un gran campo profesional. Asi, la revista Harvard Business Review calificó a los especialistas en datos masivos (o data scientist, o chief data officer, o chief analytical data) como la profesión del futuro.
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