Michael Sandel es un profesor norteamericano de filosofía política. Su brillantez atrae a sus clases en Harvard a miles de seguidores, de todas las edades, hasta el punto de tener que sustituir las aulas por el teatro de la Universidad. Sus videos son seguidos por millones de personas y están subtitulados en docenas de idiomas (castellano también) por colaboradores desinteresados de todo el mundo. En una de sus interesantes conferencias nos recuerda que, durante las últimas tres décadas, hemos venido asistiendo a una revolución silenciosa. Pasamos, casi sin darnos cuenta, de una economía de mercado a una sociedad de mercado. La primera era una herramienta, un instrumento para organizar la actividad productiva. Lo otro es una jungla donde todo está a la venta, una forma de vida en la que el pensamiento y los valores del mercado dominan todos los aspectos de la vida: las relaciones personales, la vida familiar, la salud, la educación, la política, la Administración o la vida ciudadana.
Esta es la verdadera razón por la que, en la actualidad, proliferan cada día más escándalos de corrupción. Se me dirá que han existido siempre, que ya lo decía el Arcipreste de Hita hace siete siglos: “Mucho faz el dinero, mucho es de amar; al torpe faze bueno e ome de prestar”. Sin embargo, hoy casi hemos perdido nuestra capacidad de asombro. Sin ir muy lejos, hace unos días se levantaba el secreto del sumario de las primeras 9.000 páginas del Caso Pokemon, dejando al descubierto la existencia de una trama que salpica la gestión de cuatro ciudades de Galicia. Regalos y sobornos regulares a sus autoridades que parecen sacados de una película de gánsteres. Ahora surge la Operación Patos con registros y detenciones de la policía judicial vinculados a determinados contratos en la provincia de Pontevedra. La sospecha ciudadana ya había agitado las algaradas burgalesas de Gamonal. Y saben ustedes que hay muchos más, sin que se agote nuestra capacidad de asombro.
En este sucio escenario, el papel del funcionariado no ha resultado demasiado embarrado. Cuando Transparencia Internacional presentaba, hace unos meses, el discreto papel de España en el ranking anual de corrupción (caímos del puesto 30 al 40) sus portavoces ponían el siguiente ejemplo: «En España a nadie se le ocurre sobornar a un policía, porque sabe que le denuncia». Entonces … ¿Dónde está el problema de la corrupción?¿Está señalándonos directamente a la clase política? Permítanme que no escurra el bulto y me incluya, por mi designación parlamentaria. Una generalización así siempre es injusta pero la ciudadanía está muy cabreada.
Uno de los problemas endémicos de nuestra Administración es la carencia de una verdadera estructura de dirección pública profesional, con mecanismos de entrada, permanencia o salida basados en el mérito. Una situación amparada por la clase política que parece encontrarse más cómoda sin ella pero que tiene como contrapartida el excesivo peso de la afinidad ideológica o la cercanía personal en la gestión pública.
¿Quiere esto decir que la función pública, con sus garantías de permanencia e inamovilidad, es menos susceptible al fenómeno de la corrupción? ¿Es la eventualidad una causa? ¿Sucumbe antes un político al mercadeo que un funcionario de base? La respuesta no es sencilla y generalizar sería osado también. Muchos estudiosos de las organizaciones aceptan pacíficamente que los niveles de honestidad alcanzan su máximo en la parte superior de las empresas y, desde ese techo, sólo pueden ir cuesta abajo. De ahí la importancia de su ejemplo.
La Comisión de Investigación del Parlamento asturiano sobre el caso MAREA reconoció fallos en los factores de ética e integridad de algunos Altos Cargos del Principado cuya permisividad “traslada un mensaje negativo tanto a la sociedad como al resto de miembros de la Administración”. Sin embargo, no parece que esos comportamientos hayan contaminado al funcionariado de base, en un marco caracterizado por “mecanismos de control interno de carácter puramente formalista y burocrático”.
Por supuesto, el telón de fondo educativo importa pues si hay funcionarios corruptos es porque hay ciudadanos corruptores. No es un problema de religión ni de moral, sino de educación cívica y formación en las reglas del juego de la vida en sociedad: que lo público es de todos y todos debemos velar por ello. Algo falla en nuestra sociedad cuando sigue provocando un regodeo íntimo no pagar multas ni tributar a Hacienda o cuando las chanzas sobre funcionarios mantienen el injusto tono despectivo del siglo pasado. O cuando el ciudadano se centra en linchar a Urdangarín, Bárcenas, Blesa o canallas similares, sin exigir con el mismo ímpetu la reforma estructural para cortar de raíz el riesgo de futuras felonías. El problema es que la llave para el cambio pasa por la Alta Política.
En estos tiempos, el poder del dinero parece mayor que nunca. Cualquier aspecto de nuestra vida ha sido mercantilizado. La política y la función pública no van a ser una excepción. Nos empeñamos cada día en ser menos noruegos y más venezolanos, ensanchando de paso la enorme brecha entre las clases sociales en función de su riqueza. Como dice el profesor Sandel – nada sospechoso de bolchevique- con quien comenzamos y concluimos este artículo: “Vivimos, trabajamos, compramos y jugamos en lugares diferentes. Nuestros niños van a escuelas distintas. Esto no es bueno para la democracia, ni es una forma satisfactoria de vivir, incluso para aquellos de nosotros que podemos comprar un sitio al principio de la fila.” Así que no nos rasguemos ahora las vestiduras por haber descubierto que en este casino se juega, y mucho.
Este artículo fue publicado en el diario La Nueva España
En efecto, los funcionarios tenemos menos oportunidades de ser corruptos …… no decidimos pero que no se nos olvide que ayudamos y mucho a decidir a cambio …. de muy poco: con conservar el puesto de trabajo ganado en una dura competición en la libre designación ya nos conformamos y otra veces ni eso.
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