
El Estatuto del Empleado Público incorpora el concepto de evaluación del desempeño, un término más amplio que el de la evaluación del rendimiento. El apartado segundo de su art. 20.1, define la evaluación del desempeño como “el procedimiento mediante el cual se mide y se valora la conducta profesional y el rendimiento o el logro de resultados”.
Modernizar la Administración ha sido una constante preocupación del legislador, desde 1964 (Ley de funcionarios civiles), 1984 (Ley de medidas para reforma de la función pública) y 2007 (Estatuto del empleado público). Una novedad de este recientísimo Estatuto radica en aplicar las técnicas propias del sector privado; en particular, incorpora el concepto de evaluación de desempeño (cómo se trabaja) mas amplio que el clásico de evaluación de rendimiento (cuánto se trabaja) y cuya aplicación deberá ser concretada en la normativa autonómica.
El Estatuto también prevé retribuir el grado de interés, iniciativa o esfuerzo con que el funcionario desempeña su trabajo y el rendimiento o resultados obtenidos. Es el equivalente al actual complemento de productividad, tan escurridizo en su apreciación y blanco de considerables críticas sindicales. De un lado por su componente discrecional, casi graciable; de otro por su dificultad de aplicación en puestos sin margen para probar la especial iniciativa o interés del funcionario.
Uno de los sistemas individualizados de retribución del rendimiento lo encontramos en el complemento de productividad investigadora de los profesores universitarios (los sexenios). Aunque en el informe de financiación del Consejo de Coordinación Universitaria hemos concluido la necesidad de “una revisión en profundidad”de su aplicación, ha rendido importantes frutos.
Hasta ahora, la actividad investigadora del profesor daba derecho a un sexenio tras ser evaluado por una comisión independiente de especialistas que, básicamente, valoraba sus mejores publicaciones en ese periodo. Además, los sexenios eran un importante requisito de promoción profesional. Por cierto, que la reciente reforma de la Ley Orgánica de Universidades amplía los supuestos de mérito científico individual no sólo a la “investigación” sino al “desarrollo tecnológico y la transferencia de conocimiento” para reconocer por separado no sólo la participación en proyectos de investigación, sino las patentes obtenidas o las publicaciones realizadas.
Sin embargo, una correcta evaluación debe tener en cuenta no sólo la persona, sino a las unidades o servicios en que se integra. Quienes hemos participado en procesos de evaluación de la calidad del ámbito de los servicios administrativos sabemos que su principal fortaleza es la implicación de los integrantes de la unidad evaluada. Los incentivos deben fomentar su compromiso personal y profesional en el logro de los objetivos de la organización. Por eso deben elogiarse las experiencias para retribuir ese trabajo en equipo. Esto nos lleva a hablar de la dictadura de los indicadores.
Los sistemas de indicadores o de cuadros de mando no han formado parte hasta fechas muy recientes de la cultura administrativa de nuestro país, a diferencia de lo que ocurre en otros países –especialmente los anglosajones. En el Reino Unido, la Audit Commission publica periódicamente los Indicadores Locales, que permiten evaluar e informar a vecinos y concejales de la eficiencia en la prestación de servicios municipales. Son muy conocidos los informes sobre los servicios de bomberos.
Los fondos públicos británicos para investigación son distribuidos en un riguroso ejercicio de evaluación (RAE) de su calidad tras una valoración de cada departamento universitario cada cuatro años por expertos independientes, en una escala de cinco puntos. Así los departamentos calificados con 1 ó 2 casi no obtienen fondos, mientras que los departamentos 5* reciben cuatro veces más dinero que los calificados 3. Este competitivo sistema (de suma cero) está afectando significativamente al comportamiento de las universidades, estableciendo un ranking de calidad por materia que recuerda la liga de futbol. Además, en ambas competiciones, «fichar bien» ayuda a mejorar la clasificación.
En España, la reciente creación de la Agencia Estatal de Evaluación de la Calidad de los Servicios y de las Políticas Públicas expresa la preocupación por estos aspectos. Contar con información básica sobre el funcionamiento de los servicios públicos es ineludible para implantar incentivos, positivos o negativos. Y afecta tanto a personas individuales como a departamentos enteros.
Javier Salinas explica que todos los esquemas de indicadores son en la práctica representaciones unidimensionales de fenómenos complejos y, por lo tanto, suponen un imperfecto reflejo de la actividad o del progreso experimentado hacia un cierto objetivo. Ante la fijación de indicadores de rendimiento es muy probable que los interesados se centren en aquellas actividades relacionadas con la dimensión que se mide, dejando de lado aquellos aspectos que no se cuantifican.
Esto podría conducir, en su opinión, a una visión de túnel, a la concentración en las áreas que incluye el esquema de indicadores, con la exclusión de otros aspectos que también afectan, dado el carácter multidimensional del output público. También puede ocasionar lo que los hacendistas denominan la miopía del agente: el énfasis por mejorar las evaluaciones de la actuación a corto plazo a costa de actividades que contribuyen a objetivos a largo plazo.
Un ejemplo de dificultad de implantación de indicadores lo encontramos en el ámbito judicial, donde se contemplaba reglamentariamente un complemento de productividad variable. Éste partía por un lado de la fijación de un módulo de rendimiento asignado en función del órgano jurisdiccional (mayor exigencia a los órganos unipersonales que a los colegiados) y del orden jurisdiccional (penal, civil, mercantil, social y contencioso-administrativo). Los jueces y magistrados que no cubriesen al menos el 80% de ese rendimiento tipo podrían ser controlados por la Inspección del Consejo General del Poder Judicial y sometidos a todo tipo de explicaciones e incluso a expedientes disciplinarios; los titulares de órganos jurisdiccionales que superasen el 120% de ese rendimiento se verían compensados por un complemento testimonial.
La fórmula se desplomó cuando las Asociaciones Judiciales impugnaron el reglamento y el Tribunal Supremo declaró que tal sistema de valoración del rendimiento era mecanicista, cuantitativo e ilegal, al asignar puntos en función de sentencias y según la materia, con independencia de la dificultad o complejidad del asunto así como de la calidad de la resolución. Los jueces bromeaban afirmando que “ponían” sentencias como las gallinas huevos.
En el futuro, el procedimiento se blindará en el proyecto de Ley Orgánica, intentando que descanse sobre el rendimiento “personal” de cada juez, que deberá dictar sentencias en número superior al rendimiento promedio personal de los últimos cinco años. Tan concepción ha provocado nuevas críticas. No faltará quien piense que se reclama más a quien más trabajó y en cambio quien dictó sentencias con parsimonia y sin celeridad se verá con menor exigencia.
La necesidad de sistemas para la evaluación del funcionario parece innegable, aunque encontrar la fórmula precisa es todo un arte. Osborne y Geabler se hicieron los gurús del management público repitiendo: “Lo que se mide se hace. Sino se mide no se distingue entre éxito y fracaso. Sin reconocer el éxito, no hay recompensa”.
Una versión de este artículo fue publicado en el diario La Nueva España, el 19 de junio de 2007.

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