El diario El Economista presenta hoy un interesante artículo y comenta la Sentencia de 26 de mayo de 2009 por la cual, los contratos formalizados por el alcalde, en nombre de la Corporación, a sabiendas de que las arcas municipales no podrán cumplir por falta de presupuesto, no son objeto del delito de estafa.
¿Porqué? La primera de las razones, que denominaremos la Ley del Abuelo, puede enunciarse provisionalmente así: “las empresas contratadas deben realizar actuaciones mínimas de diligencia para conocer la falta de liquidez municipal antes de firmar los contratos”, copiando la afirmación de la sentencia y que me recuerda como se hacían negocios ántes. La jurisprudencia ha acuñado el principio de autoprotección del propio patrimonio, según el cual es exigible al sujeto pasivo el despliegue de un mínimo deber de diligencia en la defensa de su interés, frente a las conductas defraudatorias de escasa credibilidad.
Nuestro Tribunal entiende que, al ser una entidad pública, el contrato resulta exigible y se mantiene en vigor. Además, entiende que la Alcaldesa no obró con ánimo de lucro, en beneficio propio ni del Ayuntamiento y “por definición las entidades públicas aseguran el cumplimiento de sus obligaciones”.
Historias cotidianas
Los hechos podrían estar ocurriendo en cualquier lugar. En el caso enjuiciado, la alcaldesa de un municipio de 70 vecinos, contrató con una empresa la realización de ciertos trabajos para el Ayuntamiento por importe 73.000 euros. En ese mismo año contrató la ejecución de obras en la red de saneamiento por otros 49.000 euros.
Los contratistas endosaron las facturas a una Entidad financiera, con el consentimiento de la acusada, en nombre del Ayuntamiento, pero no fueron abonadas, entregándose a los contratistas sendos cheques que resultaron sin fondos. La Audiencia Provincial absolvió a la acusada de malversación de caudales públicos y desobediencia a la autoridad judicial, condenándola por delito de estafa a un año de prisión. Sin embargo, el Supremo proclama que no se trata de un negocio jurídico criminalizado.
Aunque es cierto que la acusada asumió unas obligaciones inatendibles en las condiciones en que se contrató, pues a falta de presupuesto municipal sólo podían afrontarse con subvenciones de la Diputación, que no llegaron a producirse. Sin embargo, “como los demandantes eran contratistas profesionales que ya habían trabajado para el mismo Ayuntamiento y conocían su falta de liquidez, no puede sostenerse que fueron inducidos por la acusada a error que no pudieran advertir previamente”. Por lo tanto no hubo estafa.
Ya sé que nuestros dilectos lectores, funcionarios curtidos en los expedientes de contratación, se plantan ahora algunas preguntas: ¿Si no hay contrato o los empresarios desconocen la situación financiera municipal? Por ejemplo, eran portugueses …
Lecciones
Para evitar las irregularidades, debemos hacer unos recordatorios obvios. El primero es la importancia de la propia existencia de un contrato. Es cierto que la doctrina del reconocimiento injusto, que ya hemos tratado aquí, hace innecesario el procedimiento para exigir el pago del precio, por mucho que la artículo 32 de la Ley de Contratos del Sector Público hable de causas de nulidad de derecho administrativo. Además no existe responsabilidad contable por alcance contratando al margen del procedimiento, como comentamos aquí.
En la STS de 18-2-2009 se plantea si la previsión de la legislación de contratos de que la Administración abone al contratista el interés de demora, cuando, mediando intimación por escrito, se dilate el pago de las certificaciones de obra más allá de los tres meses siguientes a su fecha, es aplicable a un supuesto en que, si bien se habían llevado a cabo a conformidad de la Administración unos trabajos correspondientes a la modificación de una obra, faltan trámites esenciales de la contratación: no hubo procedimiento ni adjudicación ni firma de contrato alguno. Y concluye que «la ley no respalda la reclamación formulada allá donde no hubo contrato, ni se puede considerar en puridad que existiera un contratista». La conclusión es rotunda: ante una demora en el pago de certificaciones, supuesto que da lugar a la reclamación de intereses, «la única disputa posible era si la cantidad abonada era o no correcta de acuerdo con la obra efectuada» De intereses nada de nada. Y siempre nos queda el interventor.
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