Por Rafael Iturriaga Nieva (ver otros artículos)
Consejero del Tribunal Vasco de Cuentas Públicas
En una entrevista realizada a D. Juan Guerra, señor que alcanzó fama a mediados de los años noventa cuando protagonizó un sonoro escándalo por diversos abusos de poder efectuados prevaliéndose de la circunstancia de ser hermano del entonces Vicepresidente del Gobierno Español e importante líder del PSOE, Alfonso Guerra, el interrogado aclaraba con gracejo meridional cómo en los hechos que se le imputaban no había…”ná penal”.
Efectivamente, en la práctica de los tribunales españoles cabe que el imputado diga en su defensa todo lo que le convenga, sea verdad o no. Solamente a los testigos se les exige la verdad y con tan realista medida nos ahorramos un buen número de procesos por perjurio.
Esta forma de pensar se ha extendido a otros ámbitos y parece que si a la hora de evaluar unos determinados hechos no encontramos “ná penal” es que no hay nada que decir. Da la impresión de que, fuera del Código Penal, ¡ancha es Castilla! que todas las conductas están permitidas y que frente a la libertad de acción (solo limitada por el delito) no cabe exigir responsabilidad de ninguna especie.
Trascendiendo del caso concreto (cuya exigua cuantía y procedimientos artesanales sitúan al personaje en la era paleozoica de la corrupción, visto lo que después se ha visto) podemos analizar el impacto negativo de estas ideas.
En efecto, la Constitución ha incorporado a nuestro ordenamiento y a nuestra cultura política el Principio de Libertad como clave de bóveda de todo el sistema político. Es el primero de los Valores Superiores que proclama en su artículo 1. La libertad es el “alfa” de la democracia.
El problema es que esta sagrada libertad de la que hablamos es la libertad de los ciudadanos, de los particulares, para hacer y deshacer en su vida a su propio gusto respetando, efectivamente, los elementales límites del derecho penal, es decir “lo prohibido,” mientras que los poderes públicos deben, por el contrario, actuar sometidos a los principios de Legalidad, Responsabilidad e Interdicción de la Arbitrariedad. (art. 9.3).
No solo es que lo diga la Constitución, que lo dice, sino que tiene toda la lógica del mundo. Para que podamos hablar de democracia el poder tiene que estar rigurosamente controlado. La administración no es libre, no tiene libertad como tal sino, a lo sumo, un determinado margen de discrecionalidad a la hora de ejecutar las políticas establecidas y aún ese margen discrecional estará siempre sometido a directrices normativas. Necesitamos al estado ¡que duda cabe! pero el Leviathán no puede ser libre sino esclavo del Pueblo.
Quienes ostentan el poder público en nombre de la ciudadanía, desde los más altos cargos representativos hasta los más humildes funcionarios (pues los funcionarios también ejercen sus cometidos al servicio de la ciudadanía) no son libres de actuar como les plazca…”mientras no cometan delitos” o mientras no se encuentren con la barrera de lo expresamente prohibido. En cuanto que gestores de lo público, su margen de libertad queda constreñido por el imprescindible “pleno sometimiento a la ley y al derecho” (art.103.1) y deberán responder respecto de todo cuanto hagan o dejen de hacer.
Hay, entonces, otras responsabilidades (más allá de la penal) que existen, son exigibles y se deberían exigir, a no ser que hayamos llegado a un grado tal de desesperación respecto de la catadura de las personas en cuyas manos está depositado el poder que nos conformemos con que, por lo menos, no cometan delitos, es decir, que no hagan “ná penal”.
La responsabilidad “política”, por su parte, es aquella mediante la que los representantes evalúan la gestión de los administradores sin necesidad de sujeción a fundamento objetivo alguno y cuya sanción, en su caso, implica simplemente la pérdida del poder. Esta responsabilidad descansa sobre la inestable base de mayorías o minorías que pueden alterarse por las más variopintas razones (tránsfugas, etc.) y no se halla sujeta a regla alguna, ni siquiera a la regla de la razonabilidad. Se puede perfectamente sufrir el castigo de una mayoría adversa frente a una gestión intachable de la misma manera en que se puede revalidar una y otra vez la confianza de una cámara controlada desde el centro mismo de una ciénaga de corrupción, como ocurría en Marbella.
Vemos entonces como esta errónea forma de evaluar la actuación de las administraciones establece una discontinuidad en la exigencia de responsabilidades entre el agravio máximo representado por la corrupción (universalmente percibida como un fenómeno maligno y grave… lo “penal”) que representaría uno de los extremos del arco y la responsabilidad puramente política que sería el otro, extendiéndose entre ambos una amplísima zona de apatía y desinterés generalizado, salvo para las personas directamente afectadas, en la que la regla invariablemente vigente es la de la impunidad, la inoperancia real de los mecanismos de exigir responsabilidades y rendir cuentas.
¿Es que entre la fiscalía anticorrupción y la confianza política no hay nada?
Teóricamente al menos, sí que lo hay. Ahora bien, el sistema político ha conseguido construir, como Dédalo, su propio laberinto en el que vivir prisionero. Es el mismo legislador el que ha urdido una maraña normativa incomprensible capaz de desalentar a cualquier ciudadano normal antes de reclamar a las administraciones por sus cotidianos abusos. Son las propias asambleas legislativas las que excepcionan de control a las administraciones a su cargo (la demencial “Huída del Derecho Administrativo”) y han sido siglos de corporativismo los que han momificado a las instituciones fiscalizadoras y han laminado conceptos aparentemente tan racionales como el de la responsabilidad pecuniaria del gestor por los perjuicios económicos que su actuación dolosa o negligente pudiera provocar al erario público (art.38 de la Ley Orgánica 2/1982, del Tribunal de Cuentas…Léanselo, parece literatura de ficción pero es derecho vigente).
Sobre todas estas cosas podríamos, tal vez deberíamos, hablar largo y tendido. Demasiadas pretensiones para los escuetos límites de un artículo.
Muy buen artículo, Rafael. No sólo el artículo 38 de la LOTC parece «ficción»,… en algunos casos, todo el Ordenamiento Jurídico parece una increible ficción…¡qué depresion!.
De todos modos, no debemos olvidar que la Constitución, por mal que les pese a algunos, está vigente… aunque en múltiples ocasiones no se cumplan. Y, las leyes están para cumplirlas.
¡Ah, y no solo hay responsabilidad penal.. como bien señalas, hay responsabilidades disciplinarias (que jamás se aplican), administrativas… Y, en este país lo de «accountability» … algunos gestores no saben ni lo que significa… y, lo peor, ni les preocupa saberlo…
Y, por cierto, la línea entre la discrecionalidad y la arbitrariedad en muchas ocasiones está más que borrada!!!.
¿solución?.
Yo, honestamente, ni idea…. después de 15 años en el sector público,…. ni idea… A lo mejor soy un poco torpe!!.
Enhorabuena por este artículo… tan valiente.
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Acerca de la huida de la responsabilidad
La búsqueda de la irresponsabilidad es un anhelo propio de todo ser humano que obtiene una cuota de poder, tanto si se trata un emperador o de un simple conseguidor de favores como Luis Roldán.
En épocas pretéritas la ‘huida de la responsabilidad’ se ha justificado por la fuerza, cuyo mejor botón de muestra en España son las cuentas del Gran Capitán, o por el espíritu encarnado en la divinidad de los monarcas, del cual aún existen algunas manifestaciones como la inviolabilidad del Rey reconocida en nuestra Constitución. Si el Derecho romano ya había instituido la responsabilidad de la persona, en cuanto que sujeto de derechos, la revolución francesa consagró formalmente en la Declaración de Derecho del Hombre y el Ciudadano la obligación de todo aquel que gestiona los intereses públicos de rendir cuenta de su conducta.
La materialización de este principio de responsabilidad y rendición de cuentas en las sociedades democráticas constitucionales ha sido, como bien sabemos los que nos dedicamos al tema del control de las finanzas públicas, muy difícil de conseguir (a modo de ejemplo, a principios del siglo XX alguna cuenta general del Estado se rindió con 16 años de retraso), pero, poco a poco, los encargados del control de la cosa pública han ido logrando exigir y analizar la responsabilidad de los gestores públicos. Esto está produciendo un movimiento de defensa por parte de quienes ostentan el poder, que ya no hacen uso de argumentos basados en la fuerza o la divinidad, sino en la razón. Así, por ejemplo, los parlamentarios justifican su exención del control por ser representantes de un poder independiente que no puede ser sometido al escrutinio de otros, el propio Tribunal de Cuentas afirma su irresponsabilidad como institución (en el sentido estricto de no responder ante nadie) en su carácter supremo, lo que impide que sus controles puedan ser fiscalizados judicialmente o que deban de rendir cuentas ante ninguna autoridad superior, o la exoneración expresa de la responsabilidad contable que realiza el art. 138 LGP de quienes firman las cuentas anuales.
La solución debe pasar, en mi opinión, por regenerar el esquema de responsabilidades que, poco a poco, se ha ido debilitando, aprovechando lo que de bueno y no de sofisma tienen nuevas tendencias como la accountability desde el punto de vista de la responsabilidad endógena y la responsabilidad social corporativa desde la perspectiva de la responsabilidad exterior.
Mientras tanto, hace bien en seguir respondiendo Luis Roldán con lo suyo: Ná Penal.
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Gracias a los colegas que comentais mi artículo. Comparto más que nada la sensación de perplejidad ante lo que pasa cada día. En este primer artículo intentaba simplemente «poner el toro en suerte»…explicar los motivos para hablar de esas otras cosas, los mecanismos inactivos o comatosos (o literalmente muertos) de control del poder. Prometo seguir esa tarea. como dijo aquél: «…Estamos trabajando en ellou…».
Un abrazo.
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