
He quedado fascinado ante este vídeo, realizado hace unos meses entre 200 estudiantes de Kansas State University. No he podido resistirme a tratar el tema en mi bitácora, por su interés para el ciudadano y para la gestión pública.
Un reciente estudio de la Universidad Complutense confirma ese absentismo de las aulas y su influencia en las altas tasas de fracaso. Las cifras de la Facultad de Economía eran: un tercio de los matriculados no se presenta al examen, otro tercio se presenta y suspende y, tan sólo el tercio restante consigue liberar la asignatura.
¿Qué pasa? Pregunto a un estudiante y me dice “si la clase es mala, no voy” Y es mala si el profesor repite los mismos apuntes todos los años, concluye. Otros, por el contrario, no irán a clase si los apuntes están muy bien hechos y colgados en la red. La realidad que nos muestran los estudios disponibles revela que, a medida que el curso avanza, las aulas van perdiendo alumnos. Primero los repetidores, después muchos varones (¡si!: las chicas son más constantes). Además su efecto se incrementa los viernes, hasta tal punto que en muchas facultades ese día ya no es lectivo.
Lo cierto es que hay una creciente preocupación entre el profesorado por la deserción de estudiantes. Las universidades llevan años incentivando el interés del alumno. Primero generalizaron los “cursos cero”, los planes de mejora de las titulaciones, y hasta los aprobados “por compensación” para convertir al alumno en cliente. Odiado término este (¡cliente!) en muchos ámbitos universitarios, que prefieren dirigirse a “la sociedad”.
Otra buena razón para no asistir a la facultad son las academias privadas, donde el estudiante si es el “cliente”. Debemos reconocer el gran renombre que tuvieron algunas. La historia reciente nos legó la “Universidad de Cimadevilla” donde Don Fermín preparó docenas de promociones de derecho; o la Academia Llana, donde Héctor Centeno enseñó, siempre sonriente, los secretos de la contabilidad a miles de jóvenes.
Hubo una época de alumnos libres; e incluso “libre-oyentes”. Venían de los lugares más lejanos solo a examinarse en aulas abarrotadas. Hoy, la misión de la universidad ya no es examinar sino enseñar y, sin embargo, las academias privadas continúan en casi todas las áreas científicas. En algunas asignaturas, “si no vas a la academia lo tienes claro”, escucho a un estudiante. Otro (ingeniero) reconoce que sin ella no hubiese superado ciertas materias. Algunos acuden desde primaria como forma de obligarse a dedicar algún tiempo a la asignatura, en un ambiente más familiar.
Ese mismo alumno no utiliza las tutorías académicas de la Universidad ¿Por qué? La academia conoce bien la trayectoria de exámenes de la asignatura, conoce qué tipo de preguntas “van a caer” y qué saber para aprobar. Se me dirá que cada vez más asignaturas tienen página web, clases reducidas, amenas y dialogadas. Quizás lo más importante sea que alguien te diga las páginas concretas a estudiar, con el esfuerzo justo no sea que empolles alguna más de las imprescindibles para aprobar.
Podría pensarse que las academias existen porque el sistema no funciona: son la prueba del fracaso de un profesor, cuyas explicaciones no están a la altura de los exámenes que pone. También un ejercicio de eso que los economistas llamamos coste de oportunidad. No ir a clase y pagar la academia con un objetivo claro, medible y evaluable: aprobar.
Opino que lo menos importante de la universidad son los conocimientos concretos de cada asignatura, que la mayoría de ellos se olvidan al salir del examen, y que prima lo que ahora llaman habilidades o competencias transversales, que les permitirán recuperar esos conocimientos cuando se necesiten ¿Cómo juzgar esas habilidades? No es fácil. Mientras no cambiemos la forma de evaluar, las academias seguirán preparando perfectos “examinandos”.
Hace años, existía mucha mayor comunicación entre los alumnos. Las colecciones de exámenes anteriores eran relativamente fáciles de obtener, las manías de cada profesor eran también conocidas. Por el contrario, hace unos meses pregunté a un joven economista el nombre de sus profesores de la licenciatura y no pudo decirme más de media docena.
Antes funcionaban los apuntes “con pedigrí”, prueba aceptada de que estudiando por ellos se aprobaba. Un catedrático amigo superó economía para ingenieros con los apuntes de Cristina. Siempre le estuvo agradecido, pero nunca llegó a conocerla.
En todo esto, tiene mucho que ver el bajo precio de las matrículas universitarias, que no cubren la quinta parte de un coste real financiado por todos. Los estudiantes no piran la academia que les cuesta el doble que la Universidad, por la sencilla razón de que “perciben” el pago.
Las cosas están cambiando. El master oficial puede financiarse con 50 millones anuales de euros de préstamos-renta, un verdadero cheque escolar que haría feliz al propio Milton Friedman, a devolver durante los ocho años posteriores a terminar, si se gana más de 22.000 euros anuales. En esas clases tampoco hay absentismo.
Una versión de este artículo fue publicada en el diario La Nueva España del 11-1-2008.

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