Rafael Iturriaga Nieva
Consejero del Tribunal Vasco de Cuentas Públicas.
La lucha establecida entre el titular del poder político y el gestor de los fondos públicos que al propio Pueblo pertenecen es un combate eterno por la transparencia, la legalidad, el control y la satisfacción eficiente de los deseos inferidos de un modo más o menos coherente a través del procedimiento electoral.
La parte representativa del sistema político, el Parlamento, busca en teoría maximizar el control del gasto y la gestión pública y para ello establece una serie de cautelas legales y de instancias y procedimientos fiscalizadores. La otra parte, la Administración (dicho sea en términos generales) tiene siempre una consideración optimista sobre sus intenciones y su capacidad por lo que en la medida de sus posibilidades (que son muchas) tiende a sacudirse el molesto escrutinio del legislador.
En principio, nada de lo dicho debería escandalizarnos. Es propio de la naturaleza humana y refleja la evidente tensión entre administrado y administrador, entre representante y representado, entre mandante y mandatario que, sin que sea necesario llegar a los límites de la estafa, siempre será una fuente de conflictos, tal y como supieron ver y resolver los propios juristas de la antigua Roma. Nada nuevo, por tanto, bajo el sol.
Si algo podríamos decir que caracteriza negativamente nuestros actuales sistemas democráticos con respecto al control del poder y de la gestión pública tiene que ver con dos fenómenos como son la crisis del parlamentarismo, por un lado y la moda de la “Nueva Gestión Pública”, por otro.
En efecto, en la democracia actual el poder parlamentario pervive como una fórmula ritual momificada en los textos constitucionales (Art.3 y 66 de la Constitución Española, por ejemplo). El poder está realmente en manos de los partidos políticos que, a su vez, tampoco cumplen satisfactoriamente con el cometido que el artículo 6 les encomienda de expresar el pluralismo y concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular sino que, a imitación del modelo norteamericano, funcionan como meras correas de transmisión de los criterios del entorno de quien ostente en cada momento su liderazgo, un “hiperliderazgo” propio de un régimen presidencialista, pero ayuno de los contrapesos inherentes a dicha forma política del Estado.
Para completar el cuadro nos encontramos con que frecuentemente (El PNV resulta, hasta ahora, una excepción) el liderazgo del partido político gobernante implica el del Gobierno que ostenta la mayoría parlamentaria , lo que produce una total inversión del sistema político: El Gobierno no resulta ser ya un “servidor” de la voluntad política del Parlamento sino que pasa a convertirse en el “creador” de una voluntad política que el Parlamento debe solemnizar mediante la aprobación de las leyes impulsadas por la mayoría gubernamental.
El problema (pues todo desequilibrio de un sistema político-jurídico-institucional lo es) viene a complicarse aún más cuando constatamos que el Gobierno no elabora tampoco sus planteamientos mediante el debate de sus miembros (salvo en el caso de gobiernos de coalición con presencia de diferentes líderes en competencia los ministros son personalidades irrelevantes a efectos de la elaboración política) y ni siquiera a través de las decisiones más o menos proféticas del líder máximo, por no hablar del papel folklórico de los departamentos de estudio y elaboración ideológica de los partidos políticos, sino que resulta ser la propia Administración, la burocracia (o, para ser más exactos, la elite burocrática de la Administración) la que realmente inspira y redacta los textos que se irán convirtiendo en normas, presupuestos y decisiones de todo tipo, tal y como magistralmente nos ilustraba aquella vieja serie de la BBC titulada “Si, Ministro”.
El caso es que, aún aceptando esta realidad del dominio burocrático que, como digo, en su manifestación más excesiva termina por desnaturalizar la democracia misma, la Administración no deja de ser, sobre el papel constitucional y teórico, un fiel esclavo de la voluntad política de los ciudadanos. La Administración, proclama el artículo 103 de la Constitución Española, sirve con objetividad los intereses generales y actúa bajo los principios de legalidad plena, jerarquía, eficacia, descentralización, coordinación y a las órdenes del Gobierno que dirige la política interior y exterior del Estado.
Aquí es donde topamos con aquel segundo problema que encabezaba esta reflexión, la moda de la “Nueva Gestión Pública” fruto, también, de la importación sesgada de un modelo proclamado como dogma por los foros neoconservadores anglosajones. Se trata de que la Administración sea liberada de las hipotéticas trabas legales que dificultan su gestión eficaz. Fíjense que no hablamos de disminuir el tamaño de la Administración como hubieran planteado los viejos fisiócratas y liberales, no. Nadie está dispuesto a renunciar a la suculenta fuente de los recursos públicos en favor de un Sociedad Civil teóricamente ansiosa de gestionar privadamente lo que el ineficaz Estado de Bienestar socialdemócrata abandone.
En lo que consiste la cosa es en gestionar recursos públicos “como si” fueran privados. Dicho de otro modo, de liberar al gestor de los requisitos y condiciones que permitan el control, la transparencia, el mérito, la igualdad, la capacidad, etc.
Para alcanzar este objetivo se han aplicado distintos procedimientos y técnicas más o menos imaginativas que, en su conjunto, vienen denominándose por la doctrina como “Huída del Derecho Administrativo” y que podemos analizar más extensamente en otro momento.
Lo grave, insisto, no es la constatación de que el gestor intenta escabullirse del control de la ciudadanía que nutre con sus impuestos el erario público. Está en su naturaleza. Lo tragicómico del asunto es contemplar como el poder representativo obedece hipnotizado los dictados de las elites gestoras de lo público transmitidos a través del Gobierno a las mayorías parlamentarias y de un modo suicida procede una y otra vez a cercenar sus propias potestades dando carta de naturaleza a la destrucción del sistema parlamentario y a la volatilización del control democrático de la gestión pública.

Gracias por comentar con el fin de mejorar