
Manoel Figueiredo Castro, nacido en 1942, es una personalidad muy respetada en el Estado de Bahía. Allí, fue presidente del Colegio de Economistas del Estado, Alcalde de Salvador (tercera ciudad de Brasil) y cuatro mandatos diputado federal, incluyendo el prestigioso período constituyente. En esa etapa desempeña (1993-2000) la presidencia de la Comisión de Finanzas del Congreso de los diputados brasileño.
Acaba de ser nombrado, por segunda vez, presidente del Tribunal de Cuentas del Estado de Bahía. Durante su primer mandato (2004-2005) fui su invitado durante el multitudinario Encontro Técnico del Sistema de Control Externo de Brasil.
Dejamos constancia en nuestra bitácora de su discurso de toma de posesión, el 3 de enero de 2008.
La misión de los Tribunales de Cuentas
Aunque esenciales a la afirmación del ideal democrático y al perfeccionamiento del sistema republicano, los Tribunales de Cuentas continúan siendo desconocidos en su principal responsabilidad.
Aún hay quien, de forma equivocada, los considere como órganos sólo auxiliares del Poder Legislativo, o como instancias sin poder de decisión efectiva en el control de los actos de la Administración Pública. Peor que eso, también hay quien, sin percibir – o sin querer percibir – cuánto importa para el régimen democrático una institución que actúe con independencia de aquel control, en ellos no entrevén nada de bueno.
Porque no existe poder sin control, se hace necesario que, en posición equidistante a los Poderes, a los cuáles, en verdad, no se encuentran vinculados o subordinados, existan órganos como los Tribunales de Cuentas. Su vocación de actuar, con independencia e imparcialidad, en la protección del patrimonio público, es la razón por la cual, con tanto énfasis y detalle, la Constitución de la República trató de disciplinar sus funciones.
El papel de los Tribunales de Cuentas de impedir y desincentivar la malversación del patrimonio público es, sin embargo, tan importante como su función de fiscalizar actos pasados y denunciar los responsables de las infracciones. Eso ciertamente, tenía en vista Rui Barbosa cuando diseñó, en la República naciente, la institución del control externo de la Administración Pública. Al decir que no basta a los Tribunales de Cuentas con fiscalizar la mala gestión, una vez que, circunscrita a tales límites, tal función sería inútil, porque tardía o impotente, era su misión principal desincentivar, por el ejemplo, los desvíos en la Administración que hablaba el grande Rui.
De hecho, esta misión es tan esencial a la democracia cuanto es la función de impedir – como, en nuestros Tribunales de Cuentas, se viene impidiendo, año tras año – que billones y billones de reales sean desfalcados del patrimonio público, en razón de actos que ya se concretaron. Por la actuación ejemplar de los Tribunales de Cuentas, y por la fuerza normativa de su existencia, cada cuestión que les sea sometida produce un verdadero efecto multiplicador, a impedir que sean practicadas muchas otras embestidas contra el erario. Está ahí su razón mayor de ser.
A pesar de eso, no faltará quien proponga la extinción de las Cortes de Cuentas en Brasil, del Senado Federal, de los órganos de control interno y de tantos otros organismos de igual dignidad y relevancia. La formulación de propuestas de ese tipo es natural en un régimen democrático y, en cuanto exposición libre de ideas, absolutamente positiva y necesaria al ideal republicano.
No creo, sin embargo, que la tentativa de descalificar tales instituciones sea un buen camino a trillar. Finalmente, ellas no son diferentes de la democracia, este sistema que, como decía Winston Churchill, es de hecho la peor forma de gobierno, con excepción de las demás. Tal como ocurre con la democracia, nadie cree que sus instituciones sean perfectas. Pero no se sabe de otras que mejor sirvan a los hombres.

Equipo organizador del Encontro Técnico (2005) en Salvador de Bahía, que organizó Manoel Castro, a mi lado.

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