
El zorro sabe muchas cosas, aunque el erizo sabe sólo una, pero importante, concluía la fábula del poeta griego Arquíloco de Paros hace 25 siglos. Por eso, más recientemente, el filósofo Isaiah Berlin simplificaba los pensadores en dos categorías: erizos y zorros. Los primeros ven el mundo definido a través una sola idea, un único objetivo. Suficiente para sobrevivir con garantías. Los zorros, por el contrario, son inquietos y hasta difusos, se mueven en distintos planos y se apoyan en su bagaje de experiencias pues el mundo es complejo. Por su parte, los erizos reducen los retos, desechan todo aquello que no tiene que ver con su afán y -lo que es muy importante- nunca pierden cuando se enfrenta al zorro.
Hoy, la exigencia de la especialización y dedicación logra que los profesionales sepan mucho de una sola cosa, pero nada de lo demás ¿Cómo informarse sobre los temas relevantes de nuestra sociedad? El Edelman Trust Barometer lleva más de dos décadas midiendo en 28 países la confianza en las instituciones. Los resultados de 2024, presentados en el mismísimo Foro de Davos, muestran que en España se mantienen altos niveles de desconfianza: sólo la mitad de los españoles confían en que las instituciones actúen correctamente (botella medio llena) y los ciudadanos depositan su confianza (56%) en las empresas.
El asunto se agudiza al medir la confianza para “informarse honestamente sobre las innovaciones y nuevas tecnologías” que se resuelve valorando a los científicos (82%) y a los expertos técnicos de empresas (70%) y convierte en irrelevantes a los líderes de los gobiernos. La buena noticia es que el resto del mundo está peor. Los movimientos antivacunas y los terraplanistas en general campan a sus anchas por Estados Unidos. Una desconfianza sobre todo lo que lleve aroma oficial que es la seña de identidad del liberalismo yanki. Pero en la vieja y socialdemócrata Europa, las Instituciones siempre tuvieron su peso para ayudar a configurar la opinión pública.

La velocidad de los cambios es enorme y el ciudadano medio está inevitablemente desorientado ante los riesgos o la tecnología. Y no sólo por los influencers de las redes sociales. Asistimos a la eclosión de los expertos que, al igual que los erizos, saben todo de una sola cosa. Los necesitamos en las decisiones importantes, como nos recordó el fallecido Premio Nobel Kahneman, limitamos activamente el número de decisiones que tomar para preservar el poder de las neuronas (más adelante hablaremos de Cajal) para aquellas que son clave. Su idea fuerza es que tenemos dos sistemas de pensamiento, uno rápido para ideas intuitivas y emocionales y otro lento para decisiones lógicas y calculadas. Aquí aparecen los expertos o los algoritmos.
En derecho siempre podremos encontrar un experto que defienda incluso lo indefendible. Nos ayudan, por ejemplo, a anticiparnos a la legalidad de un camino que termina irremediablemente ante los magistrados. Pero Internet y las redes sociales han nivelado el campo de juego hasta el punto de considerar iguales todas las opiniones -lo que no es verdad- y menos en la predicción del futuro.
En economía pública, se utiliza con frecuencia al Comité de expertos para retrasar una decisión presupuestaria incómoda. Una picardía clásica en áreas como la financiación autonómica. Los especialistas designados debaten y concluyen (casi siempre gratis et amore) sesudos documentos que después dormirán el sueño de los justos. En medicina, un comité de expertos del Ministerio de Sanidad nos avisa de que deberemos afrontar otra pandemia a medio plazo y ofrece un texto con 72 medidas que supongo están preparando los responsables. Por cierto, cuando ocurren estas desgracias entonces nos acordamos de la Universidad y de su valioso reservorio de especialistas en cualquier rama del conocimiento. Nuestros bomberos.
Quien más ha santificado los denominados “grupos de expertos” ha sido la Comisión Europea, como órganos consultivos registrados para prestarle asesoramiento externo. Hay docenas. Pueden ser formales creados por Decisión de la Comisión, o informales designados en un departamento. También hay “subgrupos” para cuestiones específicas. Sus relevantes documentos, agendas, actas y hasta sus posibles conflictos de interés están disponibles en la correspondiente página web.

Parece milagrosa tanta confianza en los expertos, cada vez más cuestionados por cualquier francotirador con acceso a redes sociales. Tom Nichols, profesor de estrategia naval -y especialista en Rusia- publicó en la década pasada “The Death of Expertise” argumentando que la ciudadanía en los EEUU se ha vuelto cada vez más hostil a la experiencia. Describe allí un nuevo (y creciente) fenómeno: demasiada gente no solo está regularmente equivocada o es ignorante sobre cualquier tema, sino que está «orgullosa de no saber cosas». Los estudiantes desafían a los maestros y los pacientes discuten con los médicos. Una suerte de antiintelectualismo que mantiene a Donald Trump como su mejor exponente.
Por eso me sorprende el legado intelectual que nos ha dejado D. Santiago Ramón y Cajal. Una persona que pasó tantas horas al microscopio, con sus observaciones científicas, destinado a ser un erizo más y terminó siendo un sabio de la vida. Destaqué esta última faceta en la inolvidable reunión del 10 de abril en el Teatro Liceo de Salamanca, donde glosé Cajal y la honradez en apenas ocho minutos. Un formato que encontré cómodo incluso para otras áreas profesionales (brevísima exposición + libro más extenso para los detalles; el inicial modelo AEDUN) que intentaremos volver a repetir. El evento salmantino fue extraordinario, entrañable y oportuno. Pudo ser seguido por su propio canal de youtube y nos dejó la grabación y hasta una declaración por la ciencia.
Una versión de este artículo fue publicada en La Nueva España


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