
Manuel Lagarón Comba. Tribunal de Cuentas de España
Hace algunos años, y en relación con cierto escándalo financiero que tuvo lugar en nuestro país, el presidente de una de las mayores auditoras españolas manifestaba a un periódico nacional: «Lo único que hace el auditor es dar una opinión profesional sobre unos estados financieros preparados y confeccionados por la compañía y dar cierta confianza, cierta seguridad, a los usuarios de esa información […] Los auditores no damos fe pública de nada».
Esta afirmación “no damos fe pública de nada” hizo que nos planteásemos si, por el contrario, los auditores públicos estaríamos conferidos de dicha facultad en el ejercicio de nuestra función; y en el caso de que así fuese, cómo podríamos aplicarla. La verdad es que, tras analizarlo detenidamente, no parece que así sea; si bien no estaría de más disponer de tal atribución, especialmente ahora que la virtualidad gana terreno a la materialidad.
Hoy en día, y bajo el principio de seguridad jurídica garantizado por la Constitución, la fe pública es un elemento previsto como la delegación que el Estado otorga a determinados funcionarios y empleados públicos para dar testimonio por escrito de ciertos actos: éste es el caso de notarios, registradores, secretarios judiciales, entre otros. No obstante, en El AUDITOR DE CUENTAS: un estudio de Derecho administrativo, prologado por el catedrático Javier García de Enterría, la doctora Carmen Fernández Rodríguez afirma: «En la práctica de nuestro ordenamiento, el acercamiento a la tarea estatal de otorgamiento de fe pública sobre los extremos contables es bastante obvio, configurándose de tal modo que la actividad de Auditoría de Cuentas del profesional auditor, si concluimos que exige esa adveración o certeza, se equipara a la función pública de fe pública».
Por otra parte, no hay duda de que nuestra profesión está experimentando un cambio apreciable debido a las nuevas tecnologías y al uso de programas informáticos específicos. Del mismo modo, y en el propio ámbito de la fiscalización, cualquiera es consciente de que se va imponiendo la documentación electrónica y su correspondiente sistema de archivo, siendo éste sustituto del clásico soporte documental en formato de papel al que estamos tan acostumbrados. Esto es lo que, en definitiva, suele denominarse “auditoría sin papeles”; y que obedece a un nuevo estilo de formalizar las operaciones comerciales y financieras, en especial las vinculadas a la Administración (liquidaciones tributarias, formularios del censo, renovaciones de permisos, etc.), lo que paulatinamente disminuye el almacenamiento de evidencias físicas.
Ahora bien, este nuevo tratamiento de la información trae consigo un inconveniente para el fiscalizador, y es que, cada vez nos apoyamos más en registros electrónicos para fundamentar nuestras opiniones y conclusiones. Tales registros, no siempre autenticados mediante firma electrónica, son pruebas documentales, pero no son físicas, siendo a veces complicado materializarlas, aunque estemos en posición de adverar cuanto hemos visto. Por ello, ¿cómo podríamos dar confianza a nuestros Órganos de Gobierno o a cualquier interesado, de que aquello que decimos haber visto realmente, aunque no lo hayamos podido documentar o constatar físicamente, quizá por tratarse de evidencias procedentes de pruebas materiales o testimoniales, podemos confirmarlo con nuestra propia experiencia y buen juicio profesional?
Una respuesta podría estar en aquello que el Derecho civil denomina hacer fe, y que supone que un documento es por sí mismo suficiente para garantizar la verdad de lo que dice o contiene. En este caso, ¿podrían nuestros papeles de trabajo, como tales documentos, formados con el criterio y diligencia profesional establecidos en nuestras normas, constituirse en garantía de fe ante terceros, pese a la ausencia física de pruebas?
Además, si tenemos en cuenta que por razón de ley, tanto los OCEx como el TCu actúan a posteriori, lo que a veces supone inconvenientes técnicos para la recuperación de archivos físicos, nos parecería oportuno, si ello fuera posible, apoyarnos en este instrumento jurídico con vistas a facilitar nuestra tarea; si bien con la cautela y reglamentación necesarias para su adecuada adaptación. De este modo, y por equiparación con otros funcionarios públicos en el ejercicio de sus respectivas funciones, podríamos también gozar de dicho instrumento en la medida en que nuestra profesión parece convertirnos poco a poco en fedatarios, aumentando así la confianza que los demás puedan tener en la labor que desempeñamos.

Replica a Mario Alberto Gómez Maldonado Cancelar la respuesta