
Hace tres meses escribía un artículo en el diario “La Nueva España” que titulaba igual que esta entrada. En él exponía que mi compañero de estudios, el catedrático leonés de contabilidad, Enrique López suele recordarme, medio en broma, que en el Balance del Principado de Asturias debería figurar uno de sus principales bienes públicos: el célebre himno “Asturias, patria querida”.
Comentaba entonces que no me sorprendía el planteamiento porque el valor de las empresas descansa cada vez más en elementos inmateriales, a veces cuantificables y a veces menos; por ejemplo: su cartera de patentes o de marcas, pero también la capacidad creativa de sus equipos o sus relaciones con los clientes y proveedores. ¿Cuánto vale el nombre comercial “El Corte Inglés”?
En el Juzgado de lo Mercantil número 3 de Madrid, ha quedado visto para sentencia, este 14 de marzo, la reclamación del accionista César Areces, que valora en 98 millones de euros su participación en el capital del 0,69%, mientras que la empresa ofrece 35 millones. El juez ha dado la razón a aquél.
Es el resbaladizo terreno de los activos intangibles, que carecen de soporte físico y que coloca en el corazón de la creación de valor a la imaginación, el talento, la inspiración o la capacidad de cada persona para inventar e innovar. La valoración de estos bienes es un ejercicio conocido. Hay toda una corriente de pensamiento que quiere registrar, en las Cuentas Anuales, hasta la reputación de las organizaciones, ya sean públicas o privadas.
En diciembre pasado, se presentaba al Ministro de Economía de Francia un extenso informe: “la economía de lo inmaterial”, elaborado por una treintena de prestigiosos técnicos, profesores y pensadores de los mas variados ámbitos científicos y culturales. Un trabajo (¡también inmaterial!) de un año, plasmado en 170 páginas, que recoge 70 proposiciones sin color político: “son las de Francia y del optimismo, tienen por única ambición poner el capital humano en el corazón de la producción de riqueza, de ayudar así a encontrar un punto de crecimiento suplementario y crear más empleo”, afirman. Terminan recomendando la creación de una Agencia de los Activos Inmateriales Públicos para su rentabilidad.
No ha tardado en aplicar la receta. Las agencias de noticias informan de que los Emiratos Árabes Unidos (EAU) tendrán su propio museo del Louvre, tras el acuerdo firmado el 14 de marzo con el propio Estado francés que recibirá unos 400 millones de euros, sólo por utilizar el nombre del Louvre y de los cuales 150 serán transferidos a París el próximo mes de abril.
Esto nos lleva al valor de las marcas, de las franquicias y de determinados nombres de interés público, en lo que ha venido denomiandose «privatización blanda». Un ejemplo son las cátedras apadrinadas, como la cátedra Yahoo! de la Universidad de Stanford, la Lego del MIT o las cátedras Orange, Telefónica, Movistar, Vodafone, Ericsson ó Repsol de la Universidad Politécnica de Madrid. Sólo la Universidad Politécnica de Cataluña tiene una veintena. Perdonen la publicidad gratuita, pero se la merecen. Y no se asusten, porque este tipo de sponsors sólo llegan a las actividades de docencia «no oficial». Quizás en el futuro uno pueda examinarse de la asignatura de «Matemáticas-IKEA»; pero, por ahora, esta filantropía es más un revulsivo del posgrado o la investigación. No se puede terminar este párrafo sin mencionar al primer mecenas privado de nuestra educación superior, que es el Banco Santander, que ha sabido valorar la importancia de las Universidades para la imagen su Grupo empresarial.
Ahora hemos descubierto otro simpático ejemplo de esa valorización: el nombre de los fenómenos metereológicos también tiene precio y las empresas están dispuestas a pagar al Estado alemán para que les ponga el suyo. Así, acabamos de enterarnos de que la empresa que vende las sopas Maggi ha pagado por bautizar el próximo anticiclón que traerá buen tiempo a Alemania, durante la semana del día del Padre. Cuesta más caro apadrinar el buen tiempo que una borrasca. De un huracán, ni hablar.
En el mundo del futbol, son conocidos los estadios de Osasuna y del Mallorca FC, cuyos nombres han sido vendidos a patrocinadores. El Real Madrid prepara la venta del nombre del suyo. En Sevilla contamos con el puente «Mapfre» aunque no es una venta de nombre sino una justa herencia de la Expo’92, porque la compañía financió su construcción. ¿Se imaginan ustedes que se pudieran vender los nombres de las calles o las plazas de las ciudades? ¿Y los nombres de los ríos o de las montañas?.
Porque el nombre de las estrellas ya se está vendiendo por todo el mundo, en un timo socialmente aceptado, a pesar de los convenios internacionales. Desde 1979 una empresa estadounidense ha vendido un millón de estrellas a sesenta euros la pieza. Nicole Kidman compró una y la llamó «Forever Tom», aunque la «pieza» prefirió cambiar de estrella. Parcelas de la luna también se venden, aunque mucho más baratas que los pisos españoles: a 74€ la hectárea. Diferencian si tienen o no vistas a «la Tierra». Uno de los múltiples anunciantes del negocio se atreve a decir: «Pero eso si, podrás echar mano de un telescopio y contemplar tu propiedad tantas veces como quieras. Y si cuando mires descubres que te ha tocado un cráter poco soleado y sin vistas, dispones de treinta días para reclamar tu dinero». Ye genial. Cuando la Unión Astronómica Internacional quitó la categoría de planeta a Plutón, durante la reunión de Praga de 2006, aparecieron anuncios del tipo: «vendo parcela en Plutón, muy rebajada». Es lo que Hernán Casciari denomina «nuevas formas de negocio y de ocio». Ríanse pero el siguiente filón es la venta de títulos nobiliarios lunares. El sistema me recuerda los carteles de corridas de toros donde por un módico precio ponían tu nombre junto a «el cordobés».

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