Un bonito florero

120503-001El artículo 145 de la Ley 30/92, en su versión actual (de 1999) regula la exigencia de la responsabilidad patrimonial de las autoridades y personal al servicio de las Administraciones Públicas, con carácter básico.

2. La Administración correspondiente, cuando hubiere indemnizado a los lesionados, exigirá de oficio de sus autoridades y demás personal a su servicio la responsabilidad en que hubieran incurrido por dolo, o culpa o negligencia graves, previa instrucción del procedimiento que reglamentariamente se establezca.

Para la exigencia de dicha responsabilidad se ponderarán, entre otros, los siguientes criterios: el resultado dañoso producido, la existencia o no de intencionalidad, la responsabilidad profesional del personal al servicio de las Administraciones públicas y su relación con la producción del resultado dañoso.

3. Asimismo, la Administración instruirá igual procedimiento a las autoridades y demás personal a su servicio por los daños y perjuicios causados en sus bienes o derechos cuando hubiera concurrido dolo, o culpa o negligencia graves.

Por lo tanto, se convierte en obligación lo que antes era una mera posibilidad: «exigirá de oficio» e «instruirá» no parecen dejar lugar a dudas, si bien los órganos administrativos competentes tienen un cierto espacio de maniobra, pues los criterios enunciados deben ser ponderados para decidir si se exige (o no) responsabilidad al servidor público.

Sin embargo, en la realidad esta exigencia supone una regulación-florero que casi nunca ha sido llevada a cabo por las Administraciones perjudicadas.

La jurisprudencia nos presenta algún relevo en la alcaldía que acaba en estas lides, con poco éxito para los demandantes. En una Sentencia, del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana (Sala de lo Contencioso-administrativo) de 25 de julio de 2005, se desestima el recurso contencioso-administrativo interpuesto por un Concejal contra un acuerdo del Pleno que desestimaba su solicitud de que se utilizara la acción de regreso contra el Alcalde y otros dos Concejales por los daños que a la Corporación había ocasionado el despido improcedente de un trabajador. El Tribunal considera que no habían incurrido en dolo o culpa grave.

Ni que decir tiene que nuestra mejor doctrina administrativa ha denunciado y criticado la recalcitrante resistencia de las Administraciones Públicas a ejercer la potestad prevista en el artículo mencionado, a pesar de concurrir dos privilegios: no responder por negligencia sino por dolo o culpa grave y que la indemnización puede ser inferior a la magnitud de los daños ocasionados.

Gabriel Domenech Pascual, profesor titular de la Universidad de Valencia, se pregunta en un interesante artículo, por la justificación de la «irresponsabilidad» civil de las autoridades (y funcionarios) por los daños causados imprudentemente en el desempeño de sus funciones.

Apunta una explicación: si se exigiera siempre a autoridades (y funcionarios) la reparación íntegra de los daños ocasionados a la Administración, cuando menos hasta el límite de su solvencia, las pautas de su comportamiento conducirían a un ejercicio defensivo, por conservador o inhibitorio de las funciones públicas, optando siempre por aquellas formas de actuación más conocidas, menos innovadoras (y de resultados más contrastados) y adoptando cautelas excesivas, innecesarias, demasiado caras. En su opinión, hay sólidas razones que justifican que las personas al servicio de la Administración no respondan civilmente por los daños que le hayan causado culposamente en el ejercicio de sus funciones, sin que hayan podido enriquecerse injustamente como consecuencia de los mismos:

Estas personas adoptan con gran frecuencia decisiones administrativas muy trascendentes, que pueden provocar daños de una enorme envergadura. Habida cuenta de que su patrimonio personal casi nunca bastará para repararlos, hacerles responder produciría unos efectos demoledores. Sólo los muy ricos, los insolventes, los insensatos o los sumamente despistados se prestarían a ejercer de autoridades bajo semejante amenaza. Nadie «normal» se arriesgaría a ello, salvo que pudiera encontrar en el sector privado alguien que le asegurara. Probablemente, eso sería lo que acabaría ocurriendo: las autoridades contratarían un seguro que cubriera su responsabilidad civil frente a las eventuales exigencias de la Administración, un seguro pagado, directa o indirectamente, ¡por la propia Administración! Seguimos pensando que a ésta le saldría más barato asumir directamente el riesgo de accidentes causados por sus autoridades. Se ahorraría los costes de gestión de los contratos de seguro y el beneficio empresarial de las compañías aseguradoras”.

Por lo tanto, nuestros administrativistas entienden que la regulación apuntada es un «bonito florero» jurídico que permite tranquilizar conciencias. Así lo dice Domenech:

Ni las autoridades ni los empleados públicos ni, en general, los ciudadanos merecen que se les tenga por tontos. Es probable que al cabo del tiempo acaben cayendo en la cuenta de que esa responsabilidad no existe realmente (…) Puede provocar que la ciudadanía se sienta defraudada por las autoridades administrativas, que aumente su desconfianza en ellas, que se acentúe su impresión de que actúan corrupta, corporativista e irresponsablemente, persiguiendo su beneficio privado en detrimento del interés general, que pierdan legitimidad. Puede generar, además, un cierto «efecto contagio», propiciando, por ejemplo, que no se exija responsabilidad civil por los daños causados dolosamente, o que no se ejerza como es debido la potestad disciplinaria ante la comisión de imprudencias tipificadas como infracciones”.

Esa exigencia ocasional supone efectos perversos, abonando la arbitrariedad y su única utilización suele darse tras los cambios de gobierno: Por ello Domenech propone eliminar de iure dicha responsabilidad para el caso de los daños causados negligentemente por los agentes públicos, siempre que éstos no hayan podido enriquecerse al provocarlos.

Una reseña de este artículo fue publicada en LegalToday.

10 comentarios en “Un bonito florero

  1. Sevach

    Tienes razón en que es una prueba más de la España real y la España oficial. La España de leyes que imponen responsabilidades y la España que se mueven en prácticas para eludirlas. Sin embargo, no creo que deba irse al extremo de borrar dicho artículo. Al contrario, debe testimonialmente aplicarse y se producirá el milagro de «cuando las barbas del vecino veas mojar»… Recordemos que ese mecanismo no es para la simple negligencia del funcionario, sino para la dolosa o «cualificada como grave». Es más, donde sería inexcusable exigir esa responsabilidad sería en los casos escasos, pero por eso dignos de ejemplaridad, de anulación de acto por desviación de poder. En estos casos hay políticos con nombre y apellidos y deben pagar por la felonía.

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  2. Gabriel Doménech

    Bueno, en realidad eso es más o menos lo que sostengo: las autoridades y empleados públicos sólo deberían responder civilmente por los daños causados en el ejercicio de sus cargos cuando los hayan causado de manera intencionada, dolosa, o cuando hayan podido obtener un correlativo enriquecimiento injusto de los mismos. Y, la verdad, se me hace difícil pensar en un daño causado por un acto incurso en desviación de poder que no tenga carácter intencionado.

    Ahí va una noticia que leí hace tiempo y que en cierta manera viene a corroborar (¡o no!) alguna de las predicciones hechas en el artículo:

    http://www.lne.es/asturias/2009/11/01/politicos-acorralados/828455.html

    Saludos

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  3. AlfonsoPC

    Cuando se trata de la Administración, todo lo que es claro e indiscutible se torna problemático y oscuro. La responsabilidad es un efecto que, con carácter general, surge como consecuencia de actos humanos productores de efectos perjudiciales para terceros, y nada justifica excluir a las autoridades públicas. Es cierto que “estas personas adoptan con gran frecuencia decisiones administrativas muy trascendentes, que pueden provocar daños de una enorme envergadura”, pero decisiones trascendentes y susceptibles de provocar graves daños las adoptan médicos, arquitectos, auditores de cuentas y otros muchos profesionales, que responden civilmente de sus consecuencias en los términos legalmente establecidos. Lo mismo ocurre con los jueces, única autoridad pública que responde de manera personal y directa (art. 411 LOPJ), por dolo o culpa grave. Tan formidable amenaza no impide que haya personas que quieran ser juez, entre las que –me parece- no sólo se encuentran “los muy ricos, los insolventes, los insensatos o los sumamente despistados” (de estos últimos sí hay alguno).

    Es verdad que el art. 145 LPAC permanece inédito, salvo como instrumento de vendetta política, pero el incumplimiento de una norma no es, por sí solo, un argumento válido en su contra. La delimitación de la responsabilidad en este precepto (dolo o culpa grave) parece suficiente para salvaguardar el ámbito legítimo de la discrecionalidad administrativa. Podría mejorarse y precisarse la regulación legal, pero la actual situación de irresponsabilidad resulta inadmisible, constituye un poderoso incentivo a la arbitrariedad y engendra, de manera inexorable, la corrupción pública.

    Lo mismo hay que decir del proceso contencioso-administrativo, configurado como mecanismo de control sobre “actuaciones” de la Administración, que se anulan, modifican o revocan, cuando no son ajustadas al ordenamiento, sin consecuencia alguna para el titular del órgano que ha dictado el acto arbitrario, incurso en desviación de poder o, simplemente, haciendo caso omiso de repetidos pronunciamientos judiciales anteriores. Por esta vía, hemos inventado la “actuación administrativa en sí”, desligada e independiente de toda voluntad humana, como si los órganos administrativos no estuvieran encarnados por personas con nombre, intereses y voluntad de dominio. Cobijados bajo la absoluta impunidad (salvo improbable aplicación del Código Penal), los gestores públicos saben que pueden contravenir la Ley y eso les proporciona la verdadera conciencia y medida de su Poder, porque un Poder que tiene que someterse al Derecho –piensan ellos- no vale un ardite.

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